miércoles, 31 de agosto de 2016

Sobre "El hombre que conoció el infinito"

Hace unos meses se estrenó en Estados Unidos la película “El hombre que conoció el infinito”, que es una película biográfica sobre Srinivasa Ramanujan. Sin embargo, le dieron espacio promocional a Godfrey H. Hardy, John E. Littlewood y Percy A. MacMahon, cuyas vidas, opino, merecen ser llevadas también a la pantalla grande, aunque no cautiven al público con la narrativa de “el genio donde nadie lo espera”.

Esto me trajo de nuevo a mi atención la maravillosa “Apología de un matemático” de Hardy, que es considerada como una de las obras maestras de divulgación en cuanto a que transmite al público en general cómo se siente ser un matemático (puro), y que también ha sido catalogada como el testimonio de un artista.

Se supone que Hardy escribió tal libro porque, pasados los sesenta años, sentía que ya no era un matemático creativo. El ensayo es, en cierto modo, un testamento.

Yo, a mis 32 años, soy tautológico al afirmar que no soy de la estatura de G. H. Hardy. Es interesante que según MathSciNet®, Hardy sólo tiene un artículo en la base de datos de cuando tenía mi edad, mientras que yo llevo 3; mas por otro lado, en una edición de la integral de su obra, se cuentan 122 ítems, que incluyen preguntas publicadas en revistas educativas y artículos que, sospecho, son de divulgación; es así que incluso en “matemática ligera” me quedo muy corto (a menos que se cuente todo lo que he publicado en mi página personal, y no sé si aún así pueda siquiera decir que estoy a un orden de magnitud de Hardy).

Sea como fuere, llego un punto de mi vida donde, como mínimo, puedo esperar un hiato en mi actividad como matemático. Pese a ello, cuento con algunas pequeñas victorias, como el corregir un cálculo combinatorio a un reputado experto austriaco en el tema y aparecer listado en la Oeis por encontrar una relación entre la integración arquimediana, ciertas cubiertas minimales, y los q-coeficientes binomiales. Sobrevivir a tres arbitrajes de artículos igualmente solaza mi alma intranquila e insatisfecha, aunque sea por temporadas, y me conduce a una reflexión de Tsunetomo Yamamoto, que indirectamente aprendí de mi maestro de guitarra: “Si al disponer el espíritu correctamente cada mañana y tarde, es posible vivir como si el cuerpo ya estuviera muerto, uno gana la libertad en el camino. La vida entera estará libre de culpas, y tendrá éxito en su llamado”. Mi maestro lo aplicaba a los errores en la ejecución de una obra, pero creo que puede practicarse en todo: contra los grandes maestros, uno está matemáticamente muerto; aceptada esta realidad, se adquiere la libertad de pensar lo que se le hinche a uno la gana.

Es por eso que siento que puedo escribir una serie de apostillas a la apología de Hardy, con la perspectiva de un matemático que está muy lejos de la clase de Bradman y más bien cerca de la de Saunders (éste último es uno de los bateadores profesionales de cricket con promedio más bajo, y del cual con algo de suerte habrá oído hablar alguna vez Hardy, aunque sin mucho entusiasmo), y que por ello también podría resultarle un poquito más cercana al lector de a pie. Venga.
  1. Lo primero que hace Hardy es desdeñar a los expositores y críticos. Sin embargo, la labor de dar a conocer lo que un matemático hace es de primerísima importancia, porque toma una cantidad colosal de trabajo reunir el conocimiento que posee la humanidad en su conjunto, y es extremadamente fácil perderlo, con algo tan simple como el no financiarlo, ni siquiera en lo que a su preservación refiere (esto es, el archivamiento y la enseñanza). Pienso que, como Hardy nunca tuvo que dar clases, no pudo estar en contacto con la perspectiva del que es neófito verdadero, pues incluso aquellos dentro de su círculo de amigos cercanos que no eran matemáticos, se encontraban personas de capacidad intelectual muy grande (digamos, por ejemplo, John Maynard Keynes, George Edwards Moore o Charles Percy Snow). Asimismo es probable que, como trabajaba en un área sumamente reputada de la matemática (el análisis y la teoría de números), tampoco se enfrentó al tener que “explicar” o “exponer” sus resultados y el valor potencial que tienen, como sí me ha tocado en más de una ocasión; tal acometida, insisto, tiene mucho mérito intelectual y humano, por la elemental razón de que es un problema difícil.
  2. En lo que a la crítica refiere, tengo que conceder que hay algo de cierto, en especial porque el arbitraje de artículos en revistas es una forma de crítica. Ginsburg y Weyers, al analizar cómo se comportan los críticos de cine, encontraron que realmente no saben discriminar entre buenas y malas películas en el corto plazo, que siguen a las modas y que hay mucha diferencia entre lo que ellos y el vulgo encuentran meritorio. Mi impresión es que lo mismo aplica para los árbitros de las revistas de matemática, y al comité que elige a los medallistas Fields. Esto también rehabilita parcialmente a Lancelot Hogben, en el sentido de que él enfatiza como valiosa la matemática “popular” por encima de la de “buen gusto”; es evidente que la gente en general no llegará a apreciar la alta matemática sin un esfuerzo intelectual considerable. En otras palabras: entre más refinado es un arte, menos personas lo disfrutan o valoran. Aunque me moleste un poco admitirlo, debo conceder este punto al Dr. Emilio Lluis Puebla, quien también lo sostiene, tanto para la matemática como para la música. Sin embargo, estudios realizados precisamente en Inglaterra sobre preferencias musicales indican que, entre más tipos de música conoce una persona, más diversificado es su consumo musical, y es otro motivo por la cual toda la divulgación matemática que pueda hacerse es valiosa. Quiero pensar que, entre más esté en contacto el público con la matemática, más matemática asimilará.
  3. Como profesor en la Universidad de la Cañada, en numerosas ocasiones he tomado la postura de Hardy al tratar de mostrar a mis estudiantes que hago matemática no porque piense que tiene muchas aplicaciones, sino porque es interesante en sí misma. Es una confesión obligada, pues no doy clase a matemáticos, sino a informáticos, químicos e ingenieros, y necesito hacerles entender que, pese a que hago un esfuerzo porque mis enseñanzas incidan en su práctica profesional, lo cierto es que me emocionan profundamente algunos de los temas que tocamos y no tengo recato en afirmar que tal o cual teorema o noción es “hermoso” o “profundo” y que además es mi verdadera motivación para enseñar. No es infrecuente escuchar incredulidad o toparse con la pregunta “¿Y para qué tomarse tantas molestias?”. A veces respondo que de la misma manera es superfluo el patear una pelota, escuchar música, ver películas, bailar o tomarse autofotos, y sin embargo lo hacen y con cierto esmero. Aún si parece un lugar común, me asombra un poco que la mayoría nunca se pone a reflexionar sobre ello.
  4. Ese asunto de “Hago lo que hago porque es la única cosa que hago bien” me resulta algo chocante. Si bien mi muestra es pequeña, me dejó desconcertado que a todos mis profesores de la universidad a los que les preguntaba la razón por la cual eran matemáticos contestaban “Es que era bueno para eso” y ya. Desde que quise estudiar matemática, siempre he sentido una pasión peculiar por ella, al grado de enfocarlo todo desde ese punto de vista, y desde entonces he querido hacer algo de valía. En especial, quiero acercar todo lo posible a la matemática y la música en lo que a contrapunto refiere. Así se lo plantee al Dr. Lluis Puebla: “Deseo llevar al contrapunto a sus últimas consecuencias”. No me parece elogiable la simple actitud de decir “¡Miren! Soy bueno para resolver problemas de matemática y eso me hace algo especial, así que puedo consagrarme a ello y punto”, sobre todo si se compara con una actitud semejante en la música y la pintura.
  5. En cuanto a la cuestión de la edad, no me convence el argumento de Hardy de las elecciones para la Royal Society. Es una muestra sumamente pequeña y sesgada. La han ensayado con premios Nobel y ¡maravilla de maravillas! el patrón se repite. No obstante, los mismos datos revelan que grandes contribuciones se pueden dar a cualquier edad sin importar que sea progresivamente más raro, y lo que parece ser el verdadero obstáculo es el vigor. Mi experiencia es que la gente anciana, matemática o no, tiende a disminuir su tolerancia al fracaso, a la contradicción y a la frustración, lo que constituye un muro infranqueable para atacar preguntas abiertas. Lo que es verdaderamente demoledor para mí es que un matemático creativo y productivo tiende a permanecer así toda su vida y, si tiene una buena fortuna como la de Hardy de que lo reconozcan temprano, esa misma buena publicidad se traduce en colaboraciones y direcciones de tesis que acrecientan su caudal. Eso me preocupa, porque no me considero particularmente prolífico, seguramente porque nadie me ha insistido en que “echando a perder se aprende”; esta es una máxima que se olvida con la edad, pues progresivamente trata uno de ser más cauteloso. Los 122 opúsculos de Hardy a los 33 años realmente son una preparación para todo lo futuro; es peculiar que incluyen la famosa ley de genética poblacional de la que tanto se avergonzó. Hay que tener muchas ideas, escribir copiosamente, porque sólo así podemos toparnos con ideas originales y valiosas. Esa es otra razón por la cual necesitaba sacar todo esto.
  6. Mi padre es testigo de que, cuando era más joven, yo declaraba ser un absoluto inútil (o, peor aún, mediocre) en todo. Nunca pude practicar un deporte con soltura (vamos, ni las canicas aprendí a jugar) y me costó una enormidad dominar el balero o el yo-yo. Nunca fui bueno para hacer operaciones aritméticas, en especial la resta; sufro al resumir textos, mi caligrafía es horrible según denuncian mis propios alumnos, me cuesta uno y la mitad del otro hablar con buena dicción, más una larga cadena de etcéteras a la que únicamente no puedo agregar que tenía una memoria peor que la de mis coetáneos. Pero es precisamente por esto, porque me gustaba leer y memorizar, que aprendí que podía contribuir con algo más que recitar datos como perico a la humanidad, y llegó el punto en que en la matemática y la música encontré la suficiente motivación para sobreponerme a mi crónica inutilidad.
Hay varias cosas que agregar, pero la arena se acabó. En otra ocasión le daré vuelta al reloj.